Contemplo con horror lo que alguna vez fui (si es que cabe decir fui cuando nada era). La altura que la pila de escombros me presta es suficiente para no compadecerme de ninguno de mis compañeros: el primer día de trabajo todos se me quedaron viendo, pero nadie me hizo señas de por dónde pisar. No se preocupen, ya me he hecho cargo, yo soy la pila que los lapidará. De mi jefe, ni hablar. Verlo obligado a hacer que sus súbditos agachen la cabeza para quedar el superior no es jerarquización natural.
Tampoco es natural hacer que una insistente alarma te irrite al poco tiempo de acostarte. ¿Para qué, además? Si pudiera al menos soñar, mis mañanas no serían insípidas porque tendrían el regusto de reveladoras sublimaciones. Pero supongo que un sueño sólo de otro sueño nace, y a mí parecían habérmelos arrebatado todos. Monstruo miserable, ahora soy yo quien desde aquí escucha tu sistema de alarmas horripilantes.
Para saber en qué me hallaba embarcado, tuve que alejarme primero de aquella vaporosidad. No sé cómo pude contribuir a violar las fronteras celestes en aras de una mercantil prosperidad. Jefe, usted siempre cobra y altera el orden, pero ahora las pagará. Uno no se da cuenta de que vive según un criterio impropio hasta que quiere lo reprobable. Ya no hay más que decir: cinco, cuatro, tres… no se puede contra lo inevitable.