Toda cicatriz carga memoria. Accidente, necesidad, a veces intención, pero siempre porta razones: «rompí una ventana con la palma y me pusieron cinco puntos; casi pierdo el meñique», «me rompí la nariz en la playa: apenas se ve la sutura, pero quedó la marca de la piedra», «me corté: lo necesitaba».
A veces, también, la cicatriz porta nombre. De este lado del pecho, Monserrat perdió el rostro, pero no su sitio; al otro lado, Elisa se obstina. Claudia reclamó el antebrazo, y besó la cicatriz más suave. Teresa se esconde entre el vello de la pierna, justo sobre la rodilla. Cabe el muslo, Paola reclama a gritos, y a su lado Euriclea. Allende la muñeca, Rosa, la más cauta, la más oculta, y el brazo se llama Olvido.
Y así se desperdigan los recuerdos: la espalda ajada, las rodillas hendidas, la cara marcada, los ojos estriados y perdidos. Un mapa que se desvanece o se oculta, en el que tú no estás.