Marejadas de un líquido escarlata corriendo por una línea angosta que alimentaba el interior de un cuerpo lleno de misticismo.
Se despertó pensando que había estado en otra dimensión, como quien se desprende de su cuerpo y puede observarse desde el techo mientras duerme plácidamente. Su brazo que no respondía. El rigor de toda la humanidad había caído en un brazo que no atendía a la orden mental de voltearse a la derecha.
Lo movió como si esa extremidad le fuera ajena. Vio su mano y las líneas de su mano. Por fin pudo voltearse. Alzó la mirada como si tratara de revivir aquel sueño.
La carne se reblandece a pesar de la longevidad de sus días. No es que pierda firmeza, es que cede al bonche de turbulencias dudosas.
Llevaba días en ese encierro físico. Su mente pululaba en otras coordenadas que lo dejaban sin aliento.
Ya no tenía ánimo para nada. Olvidó la sonrisa en esa misma repisa, ahí a donde pertenece la energía de los primeros días cuando todo era primigenio.
El jarrón se cayó de la repisa, perdió equilibrio.
El polvo se ha acumulado.
Harta araña.
Recordó las palabras de aquella mujer por la que hizo de su pesadumbre un oficio:
«Tengo la maldita costumbre de morderme las uñas cuando lo que debería morderme es la lengua».
Meses sin verla.
El arte de adelantarse y chingar al otro antes de que seas tú el chingado.
Artimaña.