Un joven estornuda a las cuatro menos quince pasado meridiano, ha salpicado la ventana en donde recarga su frente grasosa mientras mira a la chica de las medias negras que espera en la parada del autobús. Pronto el auto donde él viaja se aleja y las medias desaparecen en el horizonte. Vuelve a mirar su reloj y se da cuenta de que en su brazo se ha postrado una pequeña catarina que llega a su mano. Ahora la catarina está en la uña del dedo gordo y sin titubeos decide volar hacia una de las flores que acaba de comprar el señor del sombrero con pluma roja, uno de esos tipos que por su facha podría decirse que es de profesión jazzista, sin duda un bohemio, o por lo menos uno de esos caballeros que todavía llevan rosas para conquistar el corazón de alguna dama. Quizás me equivoco, es lo más probable, puesto que este elegante señor lleva una cara de desconsuelo que sólo puede compararse con la de aquellos que han perdido a un ser querido. De pronto una lágrima brota de su ojo, se le escurre por la mejilla, queda suspendida en su barbilla mientras un rayo de sol la atraviesa, segundos antes de que caiga al suelo y aplaste a una hormiguita que lleva en sus espaldas un trozo de hoja de eucalipto; a esto le siguen cientos de pisadas de toda la gente que ha salido de trabajar. La hormiguita no alcanza ni a reclamar el último suspiro cuando un billete de 20 pesos se escapa de la bolsa de aquel viejo al que le tiembla la quijada, las manos y todo; otro más hábil lo recoge y se hace el desentendido, se desaparece entre la masa de gente y sube a un taxi, agotado se recuesta en el asiento mientras mira a través de la ventanilla a la chica de las medias negras que sigue esperando a que su novio regrese.
