I
Mi padre nos mira un tanto avergonzado, como si le hubiéramos fallado todos y cada uno de nosotros cinco, sus hijos, sus quintillizos. Puedo imaginarlo colocándonos en el mismo costal, uno sobre otro, para decirnos: «No me lo esperaba de ustedes» y arrojarnos lejos con justa razón. Pero mi padre no habla, al menos por ahora.
II
«Este de aquí es su padre», nos dijeron nuestros tíos y nuestra madre el día que regresó a casa después de trabajar fuera de la ciudad por dos o tres años, pero nos hicimos los desentendidos como parte de una broma. «Son igualitos. Miren nada más el rojo de su piel y sus cabellos, la mirada distraída», insistieron todos, pero estábamos obstinados en nuestro plan. Él, por otro lado, nos miraba apenadísimo, como si no pudiera esperar a irse de nuevo. «No se preocupe, señor, seguro se trata de un error», le dijimos al unísono.
No se le ha quitado lo sonrojado desde entonces.
III
Nunca ha podido tolerar una broma. Es culpa de esa tonta idea de la autoridad en la familia. Si no tuviera que mandarnos, probablemente podríamos platicar de cualquier cosa, pero su boca es una puerta cerrada por ahora. Quién sabe cuánto vaya a durar así, pero no le molestó haberse ido tanto tiempo. Cualquier cosa que tenga que decirnos está allí dentro y no saldrá pronto. Entretanto, nos miramos de vez en cuando por unos segundos antes de volver la mirada a cualquier otro sitio, esperando a ver quién se disculpa primero.