A veces caer no es caer, es volar. Qué más da cuando el abismo no tiene fondo, como el desgano o como el hartazgo o como la incertidumbre.
Yo simplemente floto, labor ardua entre las luces que todo ocultan y la oscuridad que lo revela todo.
Alguna vez estuve en el borde, me paré justo en esa línea que anticipa el vacío, miré hacia esa dimensión inconmensurable donde los ojos se pierden, donde toda ausencia cobra forma. Sentí el vértigo, la necesidad de quitar esa distancia que me separaba del fondo, hacerla corta; sentía esa nausea que anida en el corazón y las manos del aire que me jalaban, que me invitaban a dar ese paso.
Cerré los ojos, mi pie avanzó en una inercia que no conocía, mi voluntad se tambaleaba entre andar el paso o detenerme.
Me detuve, el pie regresó al borde y mi cuerpo dejó de temblar. Las manos me sudaban, podía paladear la angustia en la boca como un sabor amargo y ácido a la vez.
Entonces, no sé cómo ni movido por qué fuerza, abrí los ojos y me aventé, empezó aquel descenso pleno de lucidez, este volar hacia abajo o hacia aquello que yo creí que era abajo, pero no: era adentro.
No hay abismo más grande que mirar para adentro, desde acá puedo ver esa luz distante que entra por el ojo y que soy yo.
Por eso a veces caer no es caer, es entrar en eso que está de este lado del espejo.