mente, se ha normalizado hasta tal punto la conformidad con el dictum político —el de la autoridad normada por un mercado de intereses comodificados que se someten a lex mercatoria en lugar del principio de dignidad— que se erige entre nosotros una mitología de los derechos perdidos y la felicidad arrebatada, del futuro nebuloso y la inconsistencia del pasado. Frente a nuestros ojos, en especial frente a nuestros oídos, se columbran —sobre los cimientos del despojo— los muros de la fortaleza de la verdad; nuestro deber cívico, por tanto, ha de ceñirse al dictum o afrontar sus consecuencias.
En esa Arcadia herrumbrosa y paradójica, sin embargo, el espíritu de los tiempos se rehúsa a conformarse, a acatar la ley, a olvidar lo desaparecido en el silencio de su desaparición, a aceptar acríticamente el principio de la acumulación como única vía para la verificación del individuo. Así, se fundamentan resistencias desde las declaraciones que invariablemente desestabilizan el sistema, lo desaceleran, detienen su inercia para no dejar pasar los sucesos sin digerirlos. Toman, pues, el cansancio ajeno y cínico para reformularlo violenta-