Una oscuridad húmeda como de tango, de triste y noble cuchillo tramontina y de ropa complicada: negros paños inmemoriales olorosos a aceite viejo y la respiración quemándome en la garganta, la sangre calentada, febril, la mirada de muerte, el sombrero perdido para siempre, una herida nueva y otro bar al que no volvería a entrar. Por supuesto, llovía.
Necesité caminar a través de muchas cuadras desoladas cortejando a la oscuridad, a través de muchos postes de luz cansados de cargar tanto cartel tanto cable tanto pájaro sucio. Crucé cientos de alcantarillas llenas de vida: tal vez un perro pequeño o una rata o un insecto inmemorial, no sé, no sé cuántas calles inundadas de carros como cadáveres como tristes tumbas con ventanitas, no sé.
Finalmente apenas escampó encontré un lugar donde refugiarme; guiado por su única luz entré a otro bar, a uno muy distinto del que había salido, y con lo poco de vida que quedaba en mi cuerpo ordené un whisky doble, cierto tango que me enseñó mi padre y la compañía de la mesera.
El efecto del veneno era evidente, era evidente que aquel último trago, aquel último bar aquel ultimo sudor frío no lograban la atención de nadie, tan solo yo atendía gratamente lo que sería mi último momento.