Absorta ante la luz del relámpago vive la fiera, despierta el bosque en el que habita ese hombre que no duerme y que espera calcinado por esa furia ancestral que todo lo habita y a la que nada se le esconde. Desde la más lúcida intimidad el hombre observa los rincones de la habitación, son ya seis días de memorizar las telarañas del techo, los huecos de las paredes, los colores borrosos de la mañana, las ramas de los árboles, los rojos de la tarde.
La fiera lo tiene preso. Se miran desde esa especie de ventana: los pómulos negros y los ojos irradiando furia, ira, el desencanto desesperado.
El hombre no puede alimentarla más; acabará por morderlo y quebrar sus huesos. No hay salida y es que ¿qué salida queda cuando uno decide encerrarse en casa y no salir, cuando encerrarse más ya no es posible sin llegar a lo oculto de la consciencia a enfrentarse con uno mismo?
Agazapadas más allá de aquella oscuridad están las manos. Toma el arma, dispara hacia esos ojos rabiosos pero es inútil porque nadie muere en reflejos de cristal. El hombre es cobarde. Soy demasiado cobarde para dispararme y terminar con el insomnio de árboles malditos, de encierro, de quebrar mis huesos en las formas monstruosas de la sombra.