Anegaste la casa con tus pies de oscuridad, eras la noche; todo tú eras esa negrura que para ti son todos los colores, y tus ojos que no podían ver sino sombras eran el cúmulo del espacio enmudecido. Tus ojos silencio puro, un extraño milagro gris que llegó de las tierras distantes de tu padre a mezclarse con los ojos de tu madre, siempre dispuestos a llenarse de todo aquello que fuera nuevo.
Al cruzar el umbral de la casa, con tus sandalias de cuero derruido y el palo con el que palpabas el piso, no pudimos sino mirarte; sabíamos lo que se decía en la calle, que tus ojos superaban cualquier forma de belleza y queríamos comprobarlo. Pero tus párpados siempre cerrados parecían una cámara encriptada a la que no se podía entrar. También parecía imposible que bajo esa piel carcomida por la viruela y el hambre quedara algún resquicio de belleza.
Intentábamos observar tus ojos sin lograrlo, superamos el asco que daba tu olor a perro mojado y los gritos chillones con los que anegaste la casa para pedir limosna; la nuestra era una abnegación expectante, la posibilidad de lo bello nos seducía.
Creo que fueron las ganas de mirar lo que me llevó a ofrecerte las monedas a cambio de que callaras y abrieras los párpados. Y cerraste los labios, abriste los ojos y entonces la casa se anegó de belleza.
Luego, desde la ceguera más recóndita alcancé a escuchar tu murmullo triste:
-Sí, pero inútiles.