“Yo me lo meriendo”. Y no mentía, era de palabras definitivas y concretas. Salió de la vieja cabaña con camisa de franela a cuadros, sus botas, su sombrero y el hacha que todos los árboles temían. Sabía que aquella bestia estaría esperando en el camino a casa de la abuela, acechando los pasos de la Caperuza. Todos conocían la historia: el camino corto, la casita solitaria, la abuela y los etcéteras de siempre.
Aguardaba, ningún roble lo distrajo ni hubo caoba que le hiciera despegar los ojos del camino. Escogió los arbustos espinosos que estaban en medio de la curva antes del valle desde donde podía observar su llegada.
Lobo caminaba por la vereda sin sospechar demasiado, en el aire estaban los olores de todas las tardes y, como siempre, el de Caperucita crecía a medida que se acercaba al valle. El hambre y ahora la edad lo hacían más lento y confiado; sabía de memoria el final de la historia.
No tuvo tiempo ni de meter los dientes. Cuando el primer hachazo le asestó el costado alcanzó a mirar la barba inusitadamente delineada, para el segundo sólo pudo aullar con lo poco que le quedaba de aliento.
Esa noche Leñador bebió té y galletas con Abuela en la mesa del porche. Caperucita llegó a casa, se quitó la barba postiza y puso a Lobo encima de la mesa. “Yo me lo meriendo”.