Sospechaba en ella un fuego feroz, una fuerza que la consumía por dentro, muy similar a una gastritis crónica, a un hueco en el centro del cuerpo que no cesa de agrandarse. Día a día aprendía un poco más a convivir con esa masa de espacio vacío que la habita. Aprende para no dejarse consumir; la fuerza es siempre una constante amenaza de perecer por dentro, como una implosión, y al mismo tiempo es la sorpresiva confirmación de ser, de ser mujer. Los días se le van entre apretar con las manos el abdomen y fingir que todo está bien. Camina de prisa y habla con poca gente: siempre le acecha la idea de que con la voz se le pudiera salir ese trozo del alma que la mantiene con algún peso en el suelo, un asidero en la vida. Invadida desde dentro por algo que es suyo y que a la vez le es absolutamente ajeno. Ella está hecha de masa oscura, de negritud, es una estrella que se autoconsume pero que de alguna manera emana luz y puede ser vista. Todo en ella es breve, su cabello casi escaso, sus manos largas pero delgadas, la boca muda, los ojos trémulos. Todo con ella dura la brevedad, todo menos el hueco. Esa es su única grandeza: la virtud de destruirse por dentro. La contorsión constante e interna de ser.