La arena tibia recién mojada por la última ola de la tarde acarició mis pensamientos; entre mis manos la hoja en blanco hacía el intento de seducirme antes de que yo me animara a cerrar los ojos para la siesta.
Un mediodía pausado por el sol, todo se detuvo. Jamás sentí tan pesado un momento de silencio como aquel que siguió al mundo desértico de mi somnolencia.
No sólo las olas dejaron de llegar; desaparecieron el mar, las nubes, y aquello era ya un desierto.
Fue como abrirle la ventana al infinito, dejar que entrara la cegadora luz de la memoria.
Ya no olía a sal, ni a coco, ni a palmera. Olía a humo, humo seco, recién quemado y requemado.
Un templo de alimañas se levantó sobre el desierto; serpientes, arañas, avispas, alacranes, amenazaron con manchar el cielo.
Recordé las tardes de ciudad en que los autos aplastaban a las ratas que no alcanzaban a refugiarse en sus alcantarillas pues no tenían la misma habilidad que sus vecinas cucarachas. Tardes en las que las fondas se llenaban de cerdos y de vacas que comen carne congelada, en las que los bares se asfixiaban de humo mientras algunos tragaban como si no fuera a haber mañana.
Pude ver al diablo con la quijada levantada pasando sus bocados con cerveza amarga, que cuando se aburría de esa espuma amarillenta lo hacía con la de la leche agria.
Entonces el silencio dejó de serlo y mi sueño amodorrado comenzó a intoxicarse de carcajadas, de eructos ácidos que adornaban aquel bar de cuarta al que iban de vacaciones todos los que no tenían trabajo.
Las gaviotas huyeron, las palomas llegaron: esa plaga de seres extraños de vuelo pesado que caminan como soldados epilépticos, y que manchan las fachadas de la ciudad, invaden las plazas y aparecen en las fotografías de los cansados y siempre mal bronceados turistas; sí, esas ratas con alas que bajan a la calle encharcada para robarle las migajas al mendigo, mientras orina el borracho de la pierna gangrenada y el niño juega con Toto, su perrito, y yo despierto.