Ocho de la mañana y alguien atina a llamar a la puerta; a estas alturas ya todos me parecen Testigos de Jehová… ¿No ven que llueve, que intento descansar, que allá afuera parece noche cerrada? Un plácido sueño, tibio de caderas ondulantes, arruinado por un capricho.
Y encima el aliento atroz de este carnero escuálido me marea apenas bufa. Me mira con ojillos perdidos, a la distancia, contemplándome aburrido como si fuera pieza de museo (o peor: de galería). Como él muchos, y siempre me pregunto si miran todo de soslayo o si sencillamente son incapaces de prestar atención.
Él puede no importarme: es ella y sus manos de gacela. Y sus ojos que sonríen mientras habla: meliflua voz que me yergue, que me lleva a la resonancia de sus muslos. Es el jardín de violetas y lilas e irises de su pecho hinchado a cada soplo, campo mullido para hundirme en un sopor suave.
Pero su defecto es inexcusable y ostensiblemente triste, y cree que respondo a su llamado. Si supiera tan sólo lo que no se levanta a su orden, lo que no somete. Si supiera que soy yo quien mueve el sol para que brille en sitios oscuros.