Imposible tener el tiempo entre manos. Corre como un río. Los antiguos intentaron apresarlo, pero las clepsidras no eran más que una fugaz ilusión. Al final del día, volvía a correr el agua –esa imagen del tiempo– y el contenedor se quedaba vacío. Era preciso volver a llenarlo, a sabiendas de que la prisión quedaría desolada en el sueño.
Antes de dormir, en el silencio de la noche, el ritmo se vuelve más insistente: late una música continua. Pero llega el momento en que cesa de sonar, cuando los ojos se cierran. En el sueño despierta el desierto, esos jeroglíficos de viento y arena que hablan despreciando el gobierno del tiempo.
Viento y arena en el desierto. Destinos ingobernables, rebeldes irredentos. Jerarcas absolutos de la muerte inevitable, en cuya correspondencia no aguarda nada comprensible. Se ha querido encarcelar el tiempo entre cristales y volver visible su paso para imponerle medidas, mas siempre desobediente se escurre.
También los relojes padecen taquicardias. Un desfase infinito que teje desencuentros. Los rostros de agua y arena pasan, mueren lentamente frente al espejo, y los mecanismos de precisión se oxidan y desgastan. ¿Dónde se esconden esos segundos que el ladrón roba al adelantarse impunemente, apresurado por dar la hora?