Nunca hemos llegado a ningún lado, esa es la verdad. Caminamos siempre la misma tierra pero al parecer ninguna nos pertenece, de ninguna venimos.
Nadie se acuerda ya de cómo fue que sucedió, de cómo y por qué iniciamos este éxodo sin sentido, este andar sin destino y sin rumbo.
Se comenta que la culpa la tuvo un ancestro. Dicen que apenas era un joven cuando convocó a los pueblerinos para convencerlos de que debían irse, así, simplemente largarse.
No hay memoria de nada, sólo las cosas que los viejos comentan, que los jóvenes inventan y que los niños escuchan.
Hemos olvidado lo que es dormir, jalamos yerba del camino para no detenernos, para seguir siempre así, en tránsito.
Muchos se han ido quedando atrás, tan atrás que quizá ya no nos sigan. En este deambular obstinado, cada día somos menos.
Hace algunas noches estuve divagando con un grupo que decía que allá, en la punta de todos nosotros, nos dirigía un ser de cabello blanco. Susurraban que era el más evolucionado y que lo único vivo que tenía era la cabeza. Que se movía gracias a que cuando empezó a perder los miembros, de tanto avanzar, comenzó a recoger todo tipo de objetos metálicos y algunos otros, con lo que se fue detallando y construyendo un sistema nervioso autónomo y sustentable que le ha permitido seguir guiándonos.
Desde ayer he comenzado a caminar mucho más rápido, impulsado por la idea fija de llegar a ese ser de pelo blanco. Sí, seguramente él debe saber hacia dónde vamos.