Las sombras nacen de los troncos oscuros, como el viento de las copas; apenas la tarde se deja vencer, estiran sus dedos largos y se arrastran de los árboles, lamiendo la hierba y la hiedra: huelen a la distancia un cuerpo magro –cuerpo de niño– entre los setos. Rompen hojas secas bajo su peso, mientras se empujan hacia otro horizonte, y a su paso abandonan un olor a cenizas.
Serpentean sobre el musgo de las rocas, se atropellan, se enciman en estampida urgente, se revuelven y frotan unas a otras, se aplastan y entreveran al acercarse jadeantes. Contienen voz y respiración cuando se yerguen firmes tras el niño arrodillado. Alargan las manos, pero en el aire se detienen.
El niño balbucea frente a un ejército de castañas y ramas en fila frente a un gorrión muerto. Una vez rodeado, un chillido suyo ordena el avance y el pelotón se abalanza sobre las alas abiertas; estira entonces los dedos afilados y rebusca bajo un montón de hojas: la sangre gotea del cuello desgarrado de la liebre, que lame antes de arrancar el primer mordisco.