Alberico Caribú llegó al límite de la paciencia cuando descubrió, un día antes de la víspera de Navidad, que la pequeña Taorana destapó casi todos los regalos que estaban guardados en el granero.
–¡Qué has hecho!, ¡te dije que no te acercaras! El gordo me va a correr. No sabes cómo se estresa por estas fechas.
Taorana lo miró con sus hermosos ojos negros sin comprender en realidad por qué le gritaba su amigo. Ella vio regalos y los regalos contienen sorpresas. Si no eran para ella, ¿para quién más eran? ¿Es que Alberico tampoco la quería?
–Vete a tu cuarto, no quiero verte. Has hecho algo muy malo.
Ignoró sus sollozos y le dio la espalda.
Llamó a los otros renos del rebaño y entre las envolturas destrozadas y las nuevas y los moños y el granero saturado, se olvidó de Taorana. Pasaron todo el día y el resto de la noche solucionando el problema y para cuando el gordo llegó –con las mejillas sonrosadas por el brandy– los regalos estaban listos.
Alberico olvidó una vez más a Taorana por la prisa de la entrega: tantos husos horarios, tantos niños. Pero conforme avanzaban las horas y por cada casa recorrida, pensó en la pequeña inuk. La encontró un día, sola, en la tundra, encima de una cama de musgos. Era tan indefensa que sería una presa fácil para los osos o iría a morir de hipotermia. Entonces la llevó a casa y le escogió un nombre.
De eso hacía cuatro años.
En cuanto terminó la jornada, Alberico corrió a buscar a su amiga: no la encontró en su habitación ni en ningún otro lugar de la casa. Entonces supo que se había ido.
Era la naturaleza nómada de su pueblo.
Se recargó en la entrada principal y miró hacia el bosque. A lo lejos, un perro arrastraba un trineo, aunque no logró distinguir si se trataba de una carga de huesos o una figura humana.
Alberico dudó: la ventisca le restaba visibilidad.
Trotó hacia la visión y se perdió entre la bruma.