01
Yo me encargué de la herida, no sé por qué, si por estar más cerca o más borracho, no sé, el hecho es que la sangre manaba suculenta e inagotable, casi magnífica en su galope forzoso y su roja maldita importancia que asustaba a la gente y que trataba yo inútilmente de mermar, de agotar o por lo menos esconder para que todo volviera a la tranquilidad, para que Antonia me diera por fin ese beso con sabor a tequila mecidos en el viento y lograr sentir el sabor de sus calzoncitos rosados y no este brillante caos de domingo por la tarde, así que apreté más fuerte la lesión, empapado ya, adivinando en aquellas claras pupilas una aceptación; no una rendición sino el sinsabor de la desesperanza cuando lo que está en juego es tu vida y vas perdiendo.
02
Antonia me mira fijamente, tiene el ceño fruncido; una gota de sudor baja por su sien que aún no he besado, se desliza por su cuello vibrando por la yugular acalorada y después de esquivar la clavícula en un acto asombroso y un giro inesperado se introduce triunfante entre sus tetas y le brinda un pequeño escalofrío.
Los pelillos de sus brazos se erizan inmediatamente a contraluz. Tengo que besarla antes de que todo acabe, maldita sea.
03
Deposité al niño ya más tranquilo en brazos de su madre histérica mientras se escuchaba el rumor de un carro y gente dispuesta a ir al hospital y miré a Antonia y la atraje hacia mí agarrándola de una nalga. Yo era el héroe del momento, el héroe que recibía su beso. Y en esa nalga, iluminada directamente por el sol del domingo, quedaba la cicatriz eterna de mi mano ensangrentada.