En este lugar únicamente se encuentran pedacitos de ramas y piedras en el suelo. Es un claro de tierra que si no fuera por la hierba que crece alrededor enmarañando el aire entre sus puntas, parecería parte de un escenario teatral.
Está al sur del archipiélago, en la isla más pequeña del conjunto. Ninguno de los pobladores de la zona recorre el mismo trayecto para llegar hasta aquí y al mismo tiempo todos, de algún u otro modo, lo atravesamos. Esto se debe al curso de la vereda que, desde una altura más elevada, se asemeja al cuerpo de un anfibio fantástico.
Yo vengo todas las primaveras, pues es posible estar desnuda y dejar que la luz brillante del sol pegue en el cuerpo sin lastimarlo. Sobre todo me gusta el resplandor de la hierba al ser atravesada por los rayos, así como las cosquillas que hacen cuando tocan mis nalgas.
Pero lo más especial de este lugar es que en los días que no hay viento es posible escuchar el silencio. Digamos que su aparición obedece al ritmo de la marea pero a la inversa; es decir, cada que una ola muere, una onda de silencio irrumpe como una masa de nada en descenso. Entonces imagino que la felicidad debe ser así, un oleaje invisible que únicamente se deja ver cuando uno está en calma.