El tornado me trajo herido en el otoño, dorado como el eclipse más adolescente.
Crecía por las copas de los árboles y me deformaba. A veces, creía en la muerte que tienen los cerros cuando el frío los apacienta. Creía en la prostituta que mira tiernamente al borracho como a un niño muerto que es llevado por las hormigas.
Había decidido inventar nuevas rutas y el sol había decidido ser mi dios. Al ocaso, gozaba de introducir mis dedos en su costado ebrio, donde el gusano de su misericordia me perdonaba todas las cruces como al viento del Norte.
El portador de luz me hizo su huésped sin cabeza. En el rincón extendí mis brazos mordiendo los pezones de la oscuridad.
Invoqué a mis antiguas amistades para nuevas aventuras en la sombra, pero eran monstruos gástricos y ahogaron todas mis palomas.
Se habían inventado un dios de mí. Cuando intenté tocarlo con mis dedos de niña, el monstruo más bello había brotado en mi jardín; el más pequeño se había puesto la yunta de la primavera.
En la órbita de la hermosura y la frescura, el huevo producía su propia sangre, su primitivo corazón y sus primitivas branquias y su primitiva leche. Las aves incubaron entonces las canciones más alegres para el verano.
Al entrar la noche, la garganta del ángel nos regaló un racimo de frutas mágicas.
Excrementos y hortalizas se formaron de mis alas negras; era feliz.
Muchos nuevos monstruos, numerosas flores, juventud y aire. Nuestra enfermedad austral nos dejaba nuevas manchas blancas donde nos tocaba el sol como señal del movimiento. El solsticio humeó las alas de la mosca. Para el invierno ya no pudimos viajar.