Abordé el taxi y le pedí al chofer que se dirigiera al hospital lo más rápido posible. Fingí estar alterado, con esa actitud que invita a quien se encuentre cerca a preguntar sobre los motivos de su visita al médico. Él, por supuesto, me preguntó enseguida si era grave el asunto. Le inventé la muerte de un familiar.
—Uno nunca se acostumbra a estas noticias.
Me sugirió que tomara las cosas con calma y trató de confortarme con una historia personal muy parecida a la que yo había inventado, cosa que acepté de buen modo; incluso comencé a contarle un poco la historia de mi vida, como acostumbramos hacer todos los parlanchines cuando buscamos poner la atención en otro lado.
—¿Sabe? Yo viví en esta colonia toda mi infancia. Hace años, esto era las afueras de la ciudad y casi nadie venía para acá. Sobre todo porque nadie sabía de su existencia. Era un lugar muy tranquilo. Hasta vacas había.
Ambos reímos como si recordáramos esos viejos tiempos con claridad, aunque estuvieran ya tan lejos. El resto del trayecto lo pasamos en un silencio muy cómodo, confiando en que la risa nos había relajado.
En cuanto el hospital entró en el horizonte, le pedí que se orillara.
—¿Sabe? Yo morí en ese hospital —le confesé mientras hacía la pantomima de buscar dinero para pagarle.
Me dijo que no me preocupara, que ni siquiera había puesto el taxímetro. Ambos reímos largo rato en cuanto me confesó que él también había pasado a mejor vida en ese viejo edificio. Ahora, cada que nos encontramos por la calle, soltamos una carcajada y nos saludamos de lejos, antes de seguir cada quien su camino. Es un buen amigo.