Mientras camino por la banqueta me doy cuenta de que alguien me sigue. Trato de aflojar el auricular que traigo puesto (siempre el izquierdo para que el derecho pueda detectar cualquier señal de acercamiento). Acelero el paso y aprieto la correa de mi mochila; no quiero voltear, eso me restaría unos segundos para reaccionar y salir corriendo si fuera necesario.
Cuando llego a la esquina doy la vuelta tratando de encontrar un lugar abierto; algo con luz y gente que me haga sentir segura. Pero ya es de noche, los locales están cerrados. Todo pasa mientras sigo escuchando unos tacones que se acercan, que golpean contra el asfalto a la misma velocidad que mis zapatos.
Pienso que tengo dos opciones: parar y esperar a que el extraño me rebase y respirar profundo o salir corriendo hasta llegar a casa con la esperanza de que no me alcance. Ninguna de las dos me satisface. Podría gritar y tal vez alguien llegue a mi auxilio, aunque podría ser peor y reciba un golpe en la cabeza por armar un escándalo. Como sea estoy perdida y sola en una calle sin salida.
Me detengo y espero silenciosamente que alguien toque mi hombro. Cierro los ojos y poco a poco los tacones se pierden en la calma nocturna. Suelto un suspiro lento y profundo de alivio. El extraño se ha ido.
Sigo caminando, me acomodo el auricular y suelto la correa. Continúo, lista para la siguiente aventura de acción en mi brillante y estresada ciudad.