El DF no es una ciudad hoguera, aunque por las noches se alumbre a sí misma con la refulgente cualidad del fuego.
Es más bien un parche de concreto que lo mismo un día crece invadiendo la sinuosidad de un cerro, al otro desaparece dejando atrás el rastro de sus hombres.
Es, digamos, el lugar de un pueblo hecho de plumas y de piedras; una cicatriz, una marca, un graffiti en el ombligo de la tierra.
Y por allá lejos, pongámosle que en un lugar de Europa, existe otra ciudad donde la gente vive y anda sin temer, y tiene y respira y bebe en un idioma yerto.
Digamos que esa ciudad se llama Viena y es de ensueño, aunque cuando se vive allí parezca que hace falta el soñador.
Ésta es la perspectiva de dos ciudades ya vividas,
una impresión aérea
digital
compuesta de pixeles y recuerdos
que hablan de un hogar en realidad incierto.
