Una mañana me cansé de ser pobre y decidí correr a casa para romper el marranito que con cariño me había regalado la abuela antes de morir. Recuerdo que me lo dio envuelto en hojas de maíz y me dijo que no debía quebrarlo hasta que me saliera barba.
Ustedes no están para saberlo, ni yo para contarlo pero en la escuela me apodaban «El Lampi» por lampiño. Así que los únicos pelos que había podido ver en mi cara eran los de una limeña que conocí en mi viaje al Perú.
Nada de esto tendría sentido en mi historia, pero ese día me pasó lo inesperado; justo cuando estaba a punto de romper el marranito, una alfombra de pelos empezó a brotar en mi cara, en mis brazos, en mi espalda.
Al principio no entendía nada, ni siquiera sabía si todo esto era producto de mi imaginación o si era una especie de milagro.
Lo sorprendente no se queda en ese brote repentino de pelusas; una imagen de la virgen de Guadalupe se empezó a formar en mi pecho y le salían lágrimas de leche. Aquello parecía una escena de alguna película checa o más bien pacheca.
No me pregunten qué pasó después, los vecinos dicen que me desmayé y que salí a caminar a las calles como un sonámbulo, desnudo, enseñando a la virgencita con orgullo.
Las señoras me seguían desesperadas, querían tocarme, ungirse con mi cuerpo.
Yo me entregué a ellas en un acto de total amor y les tendí la mano que besaban con fe ciega. Después sacaron de sus sujetadores la cartera y comenzaron a pegarme los billetes en las piernas, en los muslos, en el cuello.
Desde ese día la gente no me dice más «El Lampi», ahora me dicen «El Billullo» y me encuentran todos los días trabajando la caja de un supermercado, propiedad del hombre más rico del mundo.