El perro de mi vecino me parece un animal muy estúpido y, sin embargo, sumamente afortunado. Qué lugar común, lo sé. Pero esta sensación no tiene nada que ver con la originalidad o con la carencia de recursos que pueda tener, es otra cosa la que me preocupa: este animal de verdad es tremendamente estúpido e inmensamente afortunado, sin lugar a dudas: le está vedado el razonamiento que pueda ayudarle a resolver sus conflictos. Por mencionar un caso, jamás podrá alcanzar al pájaro que reposa en esa rama, a unos metros de altura. Le ha ladrado toda la semana y no ha logrado descifrar una manera de acercarse, ya sea para jugar con él, ya sea para comérselo. La fortuna es que no entiende su situación de una manera compleja, no busca motivos, no trata de cambiar nada y quizá, en el mejor de los escenarios, un día se canse y deje de perseguirlo. Afortunado imbécil. Es probable que, de soltarse del lazo que lo detiene, su ánimo cambie y entonces arremeta contra su realidad impulsado por un espíritu diferente. Incluso, podría dejar de perseguir a ese pájaro imposible, pues las amarras nos determinan más de lo que queremos aceptar, estemos o no conscientes de ello. Pero qué fortuna la de este perro imbécil: su lazo es un lazo y nada más. Si tuviera los ideales que tengo, si se culpara a sí mismo por su lazo como yo lo hago. Si amara como amo.
