Esto comienza una tarde de verano —llueve— y en mis adentros no tengo la más mínima idea de cómo comenzar este texto.
Doy un sorbo al café caliente que hace las veces de inhibidor y las veces de estimulante; la verdad es que lo siento más como un amuleto, necesito verlo ahí, humeando sobre el escritorio para saber que estoy a punto de escribir algo interesante. Pero nada pasa.
Echo un vistazo a todos los libros que están a la intemperie, repartidos al azar en el estudio. De pronto se asoma por debajo de la almohada un pequeño libro amarillo con poemas de Picasso. No todo el mundo es afortunado de tenerlo y debería estar en algún lugar especial, pero se encuentra ahí, en medio de todo este desorden mental y físico que es sólo la antesala de mi creatividad en huelga.
El café no deja de humear, será porque esa es su verdadera función, soltar ese vaporcito que calienta la mirada… Pero regresemos al libro amarillo con poemas de Picasso. Lo rescato de la cama y lo tomo para hojearlo, me doy cuenta que está todo en blanco. Alguien se ha robado las palabras y no he sido yo.
Sobre la almohada hay unas huellas de grillo, estoy seguro que el ladrón no anda muy lejos, se le escuchaba anoche cerca de la ventana. Debió ser él, estoy seguro. A alguien hay que echarle la culpa, ¿no es cierto?.
Yo sigo intentando escribir algo… Ahora la hoja está en blanco pero conforme bebo el café todo comienza a ponerse negro.