Su madre había muerto la noche anterior. Toda su infancia vino con ella a esta pastelería, por eso, Alea había comprado dos galletas sin intención alguna de comerlas. Eran las favoritas de su madre. Cano sabía que estaría allí, así que no tuvo que seguirla cuando la vio salir de casa; en su lugar, le dio un tiempo para estar a solas y manejó hasta aquel sitio sólo cuando le pareció apropiado. Al llegar la encontró sentada en la banqueta, ensimismada.
—Cuando falleció mi mamá, comí mucho y subí de peso, quizá no deberías…
—No me las voy a comer -interrumpió Alea—, no soy como tú.
—No digo que seas como yo, sólo creo que deberías estar triste un tiempo en lugar de comer eso.
—No quiero estar triste. Quiero que me dejes en paz.
Cano la miró, evidentemente ofendido.
—Lo lamento.. no debí…-dijo Alea, disculpándose por evitar un problema, pero sin arrepentirse.
—No te preocupes. Entiendo… Sé cómo te sientes. Vamos a la casa, cuando mi mamá falleció tuve que encontrar un lugar cómodo para…
—No quiero un lugar cómodo, quiero estar aquí.
—Alea…
-Toma. Toma y cállate -ordenó, entregándole una de las galletas-, quiero estar aquí contigo hasta que amanezca, no quiero dormir en la casa.
Cano tomó la galleta y se sentó a un lado. Guardaron silencio por un momento, tratando de ignorar el frío, pero era imposible.
—Alea, si quieres dormir, conozco un lugar…
—Cállate, Cano, por favor cállate.