He visto muchos regalos que no fueron hechos para mí, que me han pasado por enfrente y eso ha bastado para que me apropie un poco de ellos y los sienta tantito míos. Y después dejarlos ir.
A veces la posesión, el destino y el destinatario no tienen ninguna importancia. Lo importante es que el regalo está ahí lanzado al aire del mundo y que alguien está cerca para admirarlo. Eso basta. Esas veces, es suficiente que la persona que hace el regalo, existe.
Así eran esos días en los que sus pasos, que llegaban por detrás de mí, traían consigo historias. Una diferente cada día. Lo escuchaba hablar y yo, con los ojos muy abiertos, lo miraba: su boca, sus ojos, cada rasgo de la historia viviendo en su cuerpo.
Yo recibía el regalo de escucharlo, de conocer su risa y los tonos en su voz que cambiaban si contaba algo divertido o algo que le preocupaba. Y ver sus manos, que hablaban tanto como él, con esos dedos largos. Nunca le dije que sus manos me parecen hermosas. A menudo me pasaba no saber qué decir o cómo decirlo.
Pero siempre lo miraba. Tampoco le dije que hay magia en la forma como cuenta las cosas, que me emociona su emoción y que me gusta verlo revivir cosas suyas e importantes.
Yo ponía atención, como si se tratara de códigos secretos para abrir puertas secretas. Nunca le dije que me gustan sus historias. No supe cómo. Pero siempre lo miraba. Y después se tenía que ir.