Cuando era pequeño me gustaba dejar abierta la puerta de la sala para que entraran las moscas, era fascinante escuchar su zumbido y verlas volar de un lado a otro. A veces esperaba a que alguna se detuviera en la cortina para atraparla con la misma tela y escuchar ese agonizante aleteo que me producía una especie de placer culposo. Otras morían en el anonimato y las encontraba tiempo después mientras jugaba a los carritos. Así fue como empecé a coleccionarlas; las juntaba en un frasco de mermelada al que le había retirado la etiqueta para poder ver como se iba poniendo cada vez más negro. Las había de todos tamaños, inclusive tuve la fortuna de encontrarme con algunas (las menos) de color azul verdoso, a las que prefería dejar en un frasco más pequeño que guardaba con recelo debajo de mi cama.
No recuerdo muy bien cuantos frascos de mermelada habré juntado, pero como todo en esta vida cambia con los años, mi gusto por coleccionar moscas desapareció y empecé a coleccionar mujeres.
A ellas no las podía guardar en frascos así que decidí guardarlas en mi corazón hasta que empezó a ponerse negro. Quise vaciarlo y empezar de nuevo, pero las mujeres no son como las moscas, ellas se quedan prendadas aún después de muertas, siguen aleteando dentro de mi cabeza y producen un zumbido tan hiriente que no duermo bien por las noches.
Hoy por la mañana se me ha ocurrido ir a visitar a mis padres. Aprovecharé para darme una vuelta por la habitación que me hospedó durante mi infancia; estoy seguro que los frasquitos aún deben estar ahí, debajo de la cama. Me los llevaré todos para abrirlos por la noche esperando que al menos una mosca vuelva a volar.