Regresó a la cocina. Sobre la mesa, las piezas de carne descansaban dispuestas, sin gritos ya. Mojó la piedra para afilar el mondador, el hacha, los cuchillos de carnicero, el de cocinero: se avecinaba una larga noche y había que preparar herramientas. El rasgueo de las hojas contra los granos seguía el ritmo constante, casi pornográfico, de un placer que no encuentra lugar en el cuerpo. Se arrastra contra la piedra la navaja y al final del gemido terroso, cada uno deja escapar un chillido. Acaricia el canto de la hoja, saliva ante la tersura del filo, resuella víctima del esfuerzo y sonríe: no hay nada tan sensual como un cuchillo bien afilado.
Vuelve entonces a sus piezas de carne y sangre derramada. Corta siguiendo la veta con el mondador y desmonta la articulación. Entra, gira, rompe y separa: el costillar se limpia poco a poco. Último golpe, el hacha atraviesa el hueso. Y pensar que tanto te quise.
Con un temblor en el cuerpo, desliza las manos, casi acaricia la carne. Esto que fue pecho, esto que formó nalgas, esto llamé cintura. Estira el sedal de bramante, ata las piezas con mano decidida. Después de cerciorarse de que los nudos estuvieran debidamente apretados, unta un beso de grasa cocida —que había separado en cortes largos— mientras murmura canciones de cuna. Flor de sal y sal de la vida: es ésta tu grasa la que te salva del olvido.