Laura acompañó a Juan a través de doce calles oscuras, un pequeño parque que hedía a popó humano recién hecho, dos avenidas y un puente; luego cruzaron la noche hacia la izquierda bordeando una cancha de béisbol abandonada cuyo último jonrón había sido conectado en 1989 y ahora era un nido gigante de maleza, ratas, y mansos vagabundos. En todo este recorrido ella se había fumado 3 cigarrillos. El unos diez. Eran las tres y media de la mañana cuando se detuvieron en una tienda insípida, una ventana con reja en una pared que solo tenía un bombillo débil y un timbre y estaba ornamentada por un borracho dormido en el único banco para sentarse que había.
Juan la miró boquiabierto mientras ella requisaba los bolsillos del borracho pero identificó en su torcida boquita de muñeca, en su mueca caprichosa que le empezaba a conocer bien, que ya le habían sacado todo al pobre hombre. Laura lo empujó al suelo con una medio patada brindada por sus botas de cuero negrísimo y en esa breve apertura de piernas, Juan constató encantado que no llevaba bragas bajo su faldita rockera.
Laura se sentó en el banco de cemento mientras el pagaba a una momia sonámbula las dos cervezas y el paquete de cigarrillos con su último billete. De ahora en adelante era la suerte o la nada, pensó mientras se dirigía a la semioscuridad donde ella lo esperaba.
Caminó seguro hacia esas piernas que se abrían a cada paso, aunque sabía que solo una gota de su saliva, le bastaría para ser un héroe.