En aquel olvidado cuarto de hospital, el nieto le susurró al anciano lo siguiente:
«A veces medirse se vuelve irracional y necesario, a veces te das cuenta de que la competitividad te engañó y te dijo cuales debían ser tus sueños, tus metas, tus putos logros; cuando te dijo que tu cuenta bancaria era el verdadero timeline de tus días, que la gloria funciona a gasolina y que cultivaste cosas que te valieron mierda y entonces, pletórico de propiedades, henchido de vanidad te das cuenta de que si te dieran la oportunidad de tener un mueble para trofeos de vida, para exhibir y coleccionar tus buenos momentos, una gran estantería con luces internas, terciopelo azul y puertas de vidrio, este maldito se vería vacío pero estaría lleno de pequeñas cositas insignificantes, bolitas de lana de incalculable felicidad, invisibles motas de polvo del placer más honesto, un olor leve y viejo a dicha y ahí es donde tenés que medirte, ahí es donde tenés que decidir si te va a importar que la gente que está ahí asomada sólo vea su propio reflejo en el vidrio y una cantidad de mugre en los estantes o entienda, como vos lo hiciste, que la dicha flota como las motas de polvo en el dulce liquido de un rayo de sol a través de una ventana y es lo único que te llevás»
El anciano se levantó con cierto trabajo. En algún lugar del país aun debería estar ella, tan vieja como él, tan mota de polvo en el olvido.