Se había desnudado a pesar de las estrías en las nalgas y las caderas afiladas, las costillas y los codos prominentes; de la única luz desplomándose sobre ese cuerpo contraído, de la atención que más de uno le dispensaba. Había gemido bajo los azotes y las bofetadas. Se había humillado y de rodillas sintió el rostro cubierto y tibio de asco.
Sin apenas limpiarse (lo tenía prohibido), temblando, un hilo de sangre endureciéndose ya en el hombro izquierdo, se vistió y sonrió entre las sombras. Entonces lo dijo como si mordiera las palabras para que no escaparan.
La frase se disolvió en el aire; y sin embargo, estaba dicha. Siguió, como siempre sigue, un instante de silencio, que no es estupefacción ni sorpresa, sino la pausada cocción del desprecio. Después el reclamo sobrio. Y un nuevo silencio.
Se avecindaron las disculpas; el remordimiento que, por definición, siempre viene tarde, cauda que arrastran los errores. Y ahí estaba, con las mejillas ardientes, el frío lamiéndole la espalda, las piernas pesadas aunque débiles.
Y lenta se va, y no vendrá más con sus manos feroces. Se va con una frase disuelta que la guía y la persigue, con los muros que ya amasan distancia a su espalda, mientras la ve irse y la sangre se le esconde lejos de la piel.