–Debieras callártelo, ¿sabes? Como si tuvieras algo importante que decir…
–Me importa un carajo y menos que eso, así que vete a la mierda. Dale: de una vez.
Debí callármelo antes de que las ideas me pulularan por la boca y nos olvidáramos del rigor y pulimento. Pero la ira me revolvía el cabello y ofender era tan fácil: tan sólo despegaba los labios y salía un torrente tan cristalino y liso que no necesitaba mi mediación. Simplemente volaba y aterrizaba graciosamente en todo.
Y con esa misma transparencia podía seguir:
–Tu puta madre te crea, cabrón. Y mejor vas buscando dónde vives.
Lo vi dar la vuelta, ligero, sin prestar más atención. Lo vi estirar un brazo y tomarse el cuello con gesto tenso. Lo vi echar a andar con paso firme, con dignidad suficiente como para no mirar atrás ni bajar la cabeza.
–¿Me oíste, mocoso pendejo? Aquí mando yo.
Lo vi entonces estirar la zancada para cruzar, quizá enceguecido: no lo vi mirar hacia los lados. El auto no se detuvo (no podía). Después no lo vi más.