Brotó la sangre de sus encías negras, inflamadas.
Jamás creyó que las cerdas del cepillo lastimaran tanto. El agua tibia con sal no redujo la inflamación.
Frente al espejo, recordó cuando él se fue y la almohada vacía. La loción impregnada en la almohada vacía que dejó junto a ella.
Talló más fuerte las encías tras repasar, como una reverberación, las horas anteriores a la mañana. Los dedos unidos tras las sillas, el convencimiento con los pies, los besos. Siempre intuyó que ellos dos nunca serían pero cedió a la circunstancia terca de la última vez de la última vez.
Lo ignoró en la noche, lo resintió al despertar. Y los dientes, manchados de carmín.
El cepillo como instrumento de flagelo.
La rabia transgredió a las encías cuando ella concluyó lo inequívoco: que los surcos en la mirada no mienten y la de él estaba colmada de aire.
Escupió la sangre en el lavabo. La observó irse por el desagüe tras enjuagar el cepillo. Cerdas blancas, boca lacerada.
Y la imposibilidad como una bacteria alojada entre los dientes.