El metro estaba atiborrado. Tuve suerte de que se desocupara un lugar y pude sentarme, me hacía falta porque llevaba mi bolsa, un alterón de folders con trabajos de mis alumnos para calificar y la flor que Rubencito me había regalado. Me acomodé lo mejor que pude. Alcé la vista y vi una señora de aspecto humilde con sus blancos cabellos peinados en una trenza y con un gran bulto atado con su rebozo a la espalda. El peso y los años la hacían encorvarse lastimosamente. Le cedí el asiento.
Tocó mi turno de bajar y lo hice como mejor pude. Al salir de la estación el frío de la noche me dio de lleno en la cara y un ligero aroma a comida me recordó que tenía hambre, me detuve en un puesto de fritangas y pedí un par de quesadillas. Ya había dado una mordida a la segunda cuando noté los tristes ojos de un perro callejero fijos en mí. Le extendí el resto del bocadillo y el perro se fue moviendo la cola con su banquete.
Al pasar por el puente, una pequeña de no más de cinco años, me ofreció chicles en venta. Su cuerpecito temblaba de frío. Coloqué todo sobre el cofre de un auto, me quité la chamarra y se la puse. Sus ojos se abrieron como platos y eso fue suficiente para que yo no sintiera demasiado frío.
Pablo, “el loco”, se encontraba como siempre en la misma esquina, su mirada se encontró con la mía y su oscuridad me penetró el alma. Por impulso puse la flor en su mano y, por un segundo, sus ojos sonrieron para perderse de nuevo en las tinieblas.
Yo simplemente seguí mi camino.