Luis quería mucho a su hermana. Llevaba meses sin verla hasta que por fin recibió una llamada.
Luis llegó puntual al café, eran las diez y Marina hizo su aparición cerca de las once. Estaba pálida, unas ojeras inmensas hacían sombra a unos ojos ya siempre enrojecidos, vidriados, rotos. Tomó asiento. Estaba ansiosa y, como si no lo hubiera visto, llamó al mesero y pidió una cerveza.
Triste, Luis la observaba. Marina dio un trago a la botella y finalmente pudo sonreír. Nerviosa metía constantemente las manos a la bolsa como buscando algo que nunca encontró.
Luis la veía con esa paciencia que siempre le tuvo, con ese entendimiento del que ama verdaderamente.
Marina nunca le preguntaba «¿cómo estás?». Decía hola y comenzaba a hablar como si el tiempo que no se habían visto ni sabido hubiera pasado sin pasar.
―¿Sabes algo hermano? Tú eres la única razón por la cual no consigo una pistola y me doy un tiro. Para mí, mamá está muerta y espero que para ella yo también lo esté.
Súbitamente Marina se levantó al baño. Cuando regresó, Luis se había ido. La cuenta estaba pagada y, sobre la mesa, una nota.
«Marina, no sufras más, consigue ya esa pistola».