Orgulloso de sí mismo el ciego da una palmada violenta a la jaula de los pollos, suspira recordando los tiempos de su juventud. Afuera del autobús el sol desciende. A la distancia el color juega con los amarillos de la ciudad.
Cuando Emilio nació su padre ya había conseguido lo que la gente llama «un buen puesto en el Gobierno del Estado», lo que hacía que Emilito considerase al Wal-Mart y al Chedraui como enormes centros de entretenimiento. Sus padres tomaron como hábito subirlo al carrito de súper para que no hiciera tonterías como la del año pasado, cuando en un ataque de ira derribó el anaquel de los gerbers. Por eso no se preocuparon cuando doña Evita lo llevó por primera vez al mercado Lucas de Gálvez. Se sabía que doña Eva era de mano dura. Orgullosa de la vez que quemó una de las manos de sus hijos por robarle cinco pesos de la cartera, la señora confiaba en que ella sola lograría meter en cintura al joven Emilio.
Emilio lloraba descomunalmente, caía en peso muerto dejándose arrastrar por la mano grasienta de su cuidadora; había llegado a la barbarie. Cosas como estas no se veían ni por el Wal-Mart ni en los Chedrauis, ni en el City Center: atados de rábano, mandarinas formadas en pirámide, gente gritando a todo pulmón lo que mercaban; y un pordiosero. Esta imagen del pordiosero había de recordarle para siempre a un cristo crucificado. Emilio dejó de llorar por el susto o por el asombro y se resignó al lento caminar de doña Eva.
Un minuto antes de ser levantada, doña Eva observó a Emilito perdiéndose entre la gente.