En torno, los árboles –formados en pelotón que perderá todas las batallas– se yerguen tejiendo un firmamento, uno que nos arropa. Bajo las nubes de hojas gozamos una plácida certeza: sabemos la distancia, probablemente nada más; lo que no sabemos es atroz tan sólo por suposición.
Sabemos las sinestesias de las flores, los latidos en el corazón de los mirlos, el olor de los frutos maduros, la temperatura del deseo, la saliva de las aves, los nervios del oso, la raíz de las rocas. Sabemos lo que nuestras manos conocen, aun los nombres que arrastran las horas y las once caras del tiempo. En el canto oscuro del follaje, sentimos nuestras certezas.
Pero miro al cielo y no sé cómo vengarme de su espantosa apertura, y herirlo.
