Uno, dos, tres pasos. Lento, muy lento. Podría gastar toda la mañana en darle una vuelta completa al patio. Descanso cada diez o quince pasos y vuelvo a comenzar y, a veces, me detengo durante mucho tiempo, pues casi olvido que estoy de pie, apoyada sobre esta andadera que desde hace más de cuatro años es la que me soporta.
Lo más complicado es levantarse, incluso con ayuda. Siento como si de repente toda la sangre se me fuera a la cabeza y los huesos se me hicieran de leche. Tanto que me gustaba la leche y ahora no puedo tomar ni de vez en cuando. De vez en cuando escucho, leo, me acuerdo qué pasó un día anterior en mi novela. De vez en cuando quiero llorar cuando me visitan y confundo los nombres de mis nietos. De vez en cuando se me olvida hacia dónde está la entrada de la casa.
Podría ser peor, me dice Chuy cada que viene o Artemio que llama cuando se acuerda de que tiene madre o se pelea con la mujer o quién sabe cuándo. A mí me da igual que vengan o que se los lleve la chingada como a mí. En realidad no me importa nada. Desde hace mucho tiempo somos mi viejo, yo y la andadera. Son ellos a los que nunca confundo, los que nunca olvido, los que caminan por mí. En ellos creo y son quienes tienen mi confianza.