La pequeña Carmen, de tres añitos, se entretenía mirando a María, su madre, recolectar los frutos de las hortalizas y de los árboles. Mientras saboreaba un durazno preguntó a su madre:
―Mami… ¿pol qué hay fluta?
―Porque tu papá la siembra.
―¿Siembla todo?
―Sí, todo.
―¿Y todo clese?
―Ajá, todo crece…
Rafael llegó cuando ya casi se ocultaba el sol. María le sirvió la cena. Poco después, Rafael sacó unos pocos billetes y monedas, los dejó sobre la mesa y se desnudó para meterse en la cama. María le siguió apenas unos minutos después.
Carmen esperó hasta que su intuición infantil le dijo que sus padres se habían dormido. Con mucho cuidado se levantó del catre y tomó todo el dinero que su padre había dejado sobre la mesa; sus puntillas descalzas se dirigieron a la puerta, la cual abrió lentamente. La luna iluminaba la pequeña silueta de la niñita, quien con sus propias manos cavó un pequeño agujero en la tierra para enseguida meter todo el dinero y cubrirlo. Después regresó con el mismo sigilo y se quedó dormida, sin percatarse de que la puerta se había quedado abierta.
Por la mañana el caos llegó a la casa cuando descubrieron la puerta emparejada y dedujeron que alguien había entrado y robado su poco dinero.
Carmen pasó varias horas de ese día y los siguientes encuclillada frente al agujero que había cavado, después de regarlo cuidadosamente. Esperando… esperando. Su madre la miraba sin entender su conducta. Un día, cuando la pequeña dormía su siesta, María se situó en el lugar que durante los últimos días su hija ocupaba por horas. Por intuición materna cavó un poco. No pasó mucho tiempo antes de que descubriera aquellos billetes y monedas manchados de lodo. Sus ojos se abrieron con singular asombro sin poder dar crédito a lo que veía.