Desde la silla te miro, sigues húmeda. Tomo la toalla para secarte y pienso que soy yo esa tela que te acaricia. Mis ganas siguen turgentes como tus pechos.
Redescubro tu piel con una ansiada virginidad cotidiana, me gusta siempre tocarte por primera vez, tocarte como si fuéramos dos extraños que nos encontramos en una cita a ciegas sin más ojos que los dedos.
Me acerco, pongo mis manos en tus rodillas y las subo por los muslos. Te tiendes y el universo parece diminuto frente a aquel manjar que se abre en el fondo.
Separo tus piernas rígidas y me acerco al pubis. Hueles a leche agria, a fruta rancia que devoro con la punta de la lengua. Con los labios apreso tu clítoris, juego y canto con arpegios desde lo más profundo de tus silencios.
Encima de ti, embisto. Me arrojo a tu vulva. Me place penetrarte mientras te acaricio los senos y beso tus párpados. Mientras tú me recibes con ese frío de cuerpo dispuesto.
Me gustas así: quieta, tendida, inerte. Me gusta mirar tus ojos sin vida que desde hace días son abismos que callan y por los que yo me arrojaré hasta saciar este deseo negro.