Qué bonita la calma cuando llega,
lástima que haya tardado tanto en llegar.
La esperaba desde hace tiempo.
Tirada entre las sábanas miraba a la ventana y te inventaba;
te dibujaba con la punta de mis dedos.
Te parecías mucho a mi cabello enmarañado,
a la confusión temerosa que subía por mis piernas
hasta amarrarme las rodillas.
La buscaba, la busqué no sabes cuánto.
Pero mientras más pensaba en ti,
en tus manos, en tus besos,
se me iba más lejos.
Lejos, muy lejos.
Fue cuando entendí que te quería,
que te quería tanto que no podía dormir.
Pasé noches enteras intentando arrancarme tu recuerdo,
tus ojos oscuros y pequeños, y tus labios…
Cómo me dolían tus labios.
Sin embargo no lo conseguí.
Y así pasaron días, tal vez meses,
sin hacer nada más que adorarte y reinventarte,
escuchando a mi cabeza que sólo decía tu nombre.
Olvidé todas las palabras y cómo leer las manecillas del reloj.
Me perdí.
Fue entonces cuando decidí que ya no te quería,
que no quería seguir pensando sólo en ti.
Y así, como al humo del cigarro cuando exhalas, te dejé ir.
La calma que con ansias repasaba cuando estabas a mi lado,
la que nunca pude conseguir mientras te tuve,
esa calma que se antoja tibia y relajada, llegó a mí,
quedándose a mi lado para ocupar tu puesto.
Pero ahora que no estás,
ahora que está todo sereno y en silencio
me he dado cuenta de que te extraño,
y al caos, y al dolor,
y a todo tu cuerpo.
Me recuerda que otra vez te quiero,
que prefiero el desconcierto.
Sí, me gusta la calma tan bonita y desgastada,
pero si se trata de elegir entre el caos y el sosiego
siempre, siempre te prefiero a ti.