Piensa que debió haberse adueñado de la ciudad cuando tuvo la oportunidad, pero ahora ya es demasiado tarde. La ciudad flota a cientos de metros por encima del desierto y no hay manera de llegar a ella. Lo único que le queda en este momento es asumirse como parte de un mundo conformado por gente prescindible, marginados y olvidados que se ganaron su lugar en el destierro, un mundo en el que ella habrá de labrar su propia suerte y salvar su propia vida. Se consuela un poco, quizá, en el hecho de no haber perdido a su mascota y en que aún le queda un bocado dulce para pasar la amargura de esta situación, de su confinamiento.
La ciudad se ha ido flotando y junto con ella se han ido la historia, la literatura, la música, la ciencia. Habrá que hacerlo todo de nuevo, habrá que comenzar desde el principio.
¿Cómo se hacía el fuego?
Se imagina tratando de hacer las primeras canciones del mundo que le han dejado, los primeros garabatos destinados a descifrar la árida extensión de su realidad. Y la niña canta.
¿Y el amor? ¿Acaso hay que construirlo todo de nuevo?
Piensa en el trabajo que hay por delante y en lo cansado que será encariñarse de nuevo con todo, en la fatiga de nombrarlo todo. Pero por ahora no hay que preocuparse demasiado. Así que la niña canta.