Rojo, amarillo, anaranjado: como un legado antiguo cobijado por los astros; herencia arcaica como las noches y días. Dijeron que sería un regalo, casi un tesoro que nos ayudaría a ser menos animales. Menos bestias. Menos monstruos, quizá. Pero sólo dejamos de comer carne cruda. Piedra contra piedra fue la ley y aquel que casi pensaba se creyó dios. Luego hubo vástagos: inútiles perezosos que aprendieron a templar sus huesos frente a hogueras y hogares. De aquellos que ya estaban nacieron otros, más o menos ignorantes, y estos se sintieron extraños cuando descubrieron que al tocarse cuerpo a cuerpo sus entrañas se transmutaban en fuego líquido. Y así llegó el hombre que se creía santo y copulaba con las bestias, fue él el creador del averno para autoflagelarse y de paso cortarle las alas al mundo entero. También hubo y hay mujeres condenadas con el estigma rojo, primero prometiendo vida y luego la flor infértil: pesadilla de sudores y fuego.
Hay mentes calenturientas que cohabitan con cuerpos frígidos, y editores que buscan palabras para incendiar las neuronas. Sí, creo que es de ahí de donde nace la tinta con la que escribo: de las cenizas neuronales que se mezclan con fluidos asesadamente anormales.
Yo fui aquel rojo, amarillo y anaranjado; sí, cuando estuve en mi galaxia sin memoria. Pero hoy ya no importa, porque la tarde desmayada de canícula rostiza mis huesos y me derrite, me derrite, me derrite.