De aquí nace una estrella. La más roja, la más incandescente y pura. Aquí en la soledad y la locura, donde nada existe más que la esperanza de encontrarse vivo durante las 24 horas de los 6 días de la semana. Unos dicen que hay un día más en el que se descansa; otros, en el que se idiotizan; otros, en el que no despegan los párpados hinchados de alcohol.
Yo sólo conozco lo que me han permitido conocer: un espejo y la maravilla de ver las estrellas, de multiplicarme lentamente a mi conveniencia. ¿Qué más puedo pedir? ¿Qué más benevolencia pudo darme el cielo? Alejarme de la estupidez a cambio de la locura y el desdoblamiento natural, exponencial, extraordinario. Hacerme muchas veces y morir y nacer con más herramientas para ver las estrellas y cubrirme del frío.
Cada vez más natural, con menos días quizás, pues los seres de la Tierra no saben de días sino de edades, de generaciones, de eras. Yo soy parte de una era antigua, donde el espejo era yo mismo y las estrellas mi corazón. Yo fui uno y tantos.