Le pareció verla en medio del caos que acontece entre la vigilia y el sueño.
El calor de sus manos le recorrió la cara, le acarició con suavidad un hombro. Abrió los ojos (o creyó hacerlo) y siguió la figura lívida de su esposa que cruzó la habitación con celeridad hasta esfumarse en una pared.
Se volvió hacia su otro costado: junto a él estaba ella, recostada también de lado. Su brazo derecho reposaba debajo de la almohada y el izquierdo oprimía sus senos.
La miró como la primera vez, hacía treinta y siete años: dos caballos salvajes con sueños de velocidad y prontitud de dos.
La certeza que se presentó cuando se conocieron apareció tras poner los dedos debajo de la nariz de su mujer y confirmar que no exhalaba más aire caliente.
Besó su frente.
Aprehendió su cuerpo ya frío.
Al menos no tendría que cerrarle los párpados.