Fue como despertar a una larga muerte.
Las noches marcaban con silencio el eclipse próximo en el que todo sería cubierto.
El tiempo se perdía frente a ojos cerrados, se decía que era la verdad lo que se buscaba.
Al cabo de unos años todo fue destruido: los que guardaban la memoria solían llorar en su añoranza, los pequeños no entendían la derrota y los jóvenes sólo querían reconstruir. No existía más que la promesa de un nuevo inicio.
La vida comenzó con el miedo de siempre. Los nuevos refugios se construyeron sobre escombros, sobre tumba propia.
Y entre toda la fiebre que causaba el nuevo nacer, una niña se balanceaba en un balcón.
La época de lluvias se instalaba con el viento augurando la próxima temporada de aridez y calor.
La niña continuaba, quería que en algún momento le ganara el peso del cuerpo: sentir el vértigo sin caer o sentirlo con grandes alas humanas que se despojan de la vida libremente, no es lo mismo.
Regresó la fe muerta. La realidad volvió a estar en las palabras y una vez más la nada cubrió los abismos de lo humano.
Y así, la niña se dejó caer, asomada al nuevo mundo, sin cerrar los ojos.