Su madre no quiere hablarle. Su hermana la tacha de estúpida. Su padre se apresura a tomarse un whisky para camuflar la ira roja que le invade los cachetes cada que surge el tema. Su hermano ha llegado más de 3 veces por sorpresa a su departamento buscando al bruto inhumano que ella no ha sido siquiera capaz de presentar ante su familia.
Las rodillas raspadas, las uñas desagarradas y los pómulos sangrantes son extremos detractores de las palabras dulces y amorosas que, incluso sonrojada, le atañe a esa figura masculina que —según ella— es la única capaz de verter tierra en su eterna fosa de depresión.
La sonrisa vecina del hematoma, el baile acompasado por el tobillo luxado o los suspiros cercenados por la costilla herida, nublan cualquier intento por explicar la alegría que ha encontrado.
Está encantada. No fue hace mucho que sumida en la tristeza encontró a sus pies la compañía necesaria, el roce oscuro de un amante inseparable, la solidez del tacto inminente.
Es imposible explicarles cómo fue capaz de darle vida al velo de su mortalidad para bailar con él.